El sol estaba bajando y acariciando con sus largos, cálidos y finos dedos el cabello de las niñas que jugaban en el jardín de las buganvilias. Las cigarras anunciaron otra refrescante lluvia de verano, mientras que los petirrojos y los ruiseñores parecían sostener una conversación por debajo de las risas infantiles. Pero a nada de esto le prestaron atención las niñas, al menos no conscientemente: Andra sólo estaba enfocada en que Will, el oso salvaje, quien el resto del tiempo era el hermano adolescente de Kath, no pudiera alcanzarla y hacerle cosquillas. A su vez, Kath tocaba el brazo de su hermano o de su mejor amiga distraídamente para decir en voz cansada y mecánica “Congelado, congelada”…a ella le interesaba más lo que estaba pasando del otro lado de la valla, del otro lado de la acera: acababa de llegar un auto, concretamente una patrulla.
Que el padre de Andra llegara a recogerla generalmente le generaba un malestar profundo porque significaba que la tarde de juegos había terminado y comenzaría la tarde de hacer las labores escolares; pero ese día, al ver su patrulla estacionada no se le pasaba por la mente decirle a Andra que subieran al ático a esconderse para postergar la despedida. Ese día estaba desarmada de estrategias, helada…sí, congelada: dentro de la patrulla, en el asiento del copiloto estaba su madre presionando sus labios contra los de aquel policía de pacotilla, a quien su padre lanzaría a otra galaxia de una patada si tan sólo…
— ARRRRRGGGHHH ¡TE VOY A COMER, NIÑITA!
Kath no río, sólo miró con desaprobación y fastidio a su hermano mayor…como si fuera un hombre de las nieves grande y tonto. Que estuviera tan cerca de la adultez la hacía sentir un enorme desagrado por él. No podía pensar en otra cosa más que en las náuseas que sentía.
— ¡Kath! ¿Qué pasa contigo? ¿Lo vamos a dejar ganar?
Por Andra también sintió ¿Desagrado?, no sabía cómo nombrarlo ni tampoco por qué…hasta que el sol volvió sus ojos avellana más verdosos, como los de ese hombre. Cuando volteó a mirar la patrulla otra vez, estaba vacía. Ya debían haber entrado a la casa…quería entrar y decirles que eran unos malditos mentirosos, unos asquerosos mentirosos…
— ¡Papá!
En ese momento, el policía de pacotilla salió al jardín y cargó en brazos a su hija. Andra llenó de besos la cara velluda de ese hombre, y se aferró a su cuello como si no lo hubiera visto en años, pese a que sólo habían pasado unas horas. Ben saludó a los niños con la cabeza, incómodo, como deseando tener más brazos para poder mecerlos a los tres; pero cuando percibió la mirada de odio de la niña pelirroja posada en su propia hija, dio media vuelta para entrar a la sala donde Marsha se estaba acomodando el cabello y la blusa. Cerró la puerta corrediza y los niños se sintieron exiliados del mundo.
—Oye, cabecita de rábano ¿Estás bien?
Kath miró en silencio a Will con el ceño fruncido, con los ojos llenos de lágrimas y por un momento que se sintió eterno.
—Extraño a papá.
Will abrazó a Kath. Sabía que era verdad, pero también sabía que el cambio de humor drástico de su hermanita no era sólo por eso. Se lo habían dicho sus ojos castaños, con una mirada repentinamente mayor…más cansados, más tristes. Y desde el momento en que ella no le corrigió “Es cabeza de zanahoria, tonto”, supo que Kath había descubierto la aventura entre Ben y Marsha, y deseo habérselo dicho él primero porque lo que más dolía era lo que significaba: que, para su madre, su padre había quedado relegado al pasado. Pero Will, aún a sus dieciséis años no sabía cómo abordarlo con ella, pues no iba a saber qué responderle cuando ella le preguntara “¿Entonces papá ya no va a regresar?”
Entonces sólo la abrazó en silencio, y en el jardín miraron cómo, al otro lado de la acera, Marsha le daba un beso en la mejilla a Ben una vez que éste había subido a Andra al asiento del copiloto. Kath miró la patrulla arrancar y alejarse del vecindario, y deseó para sus adentros no volver a verla nunca más del otro lado de la valla.
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La patrulla avanzaba despacio por la avenida. El cielo comenzaba a vestirse de azul marino, recordándole a Andra el mar nocturno por sus nubes espumosas. La niña sintió un escalofrío cuando cayeron las primeras gotas de agua sobre el retrovisor ¿Y si de verdad fuera el océano? ¿Y si de ahí bajaran las bestias marinas de las que le advirtió su madre la noche que se escapó a la costa?
— Blackbird singing in the dead of night…
Ben se inclinó hacia ella para cantar cerca de su rostro, y le dio un beso en la frente. Andra lo siguió, suave, como si la canción fuera una oración secreta entre los dos.
— Take these broken wings and learn to fly…
Ben comenzó a cantar con una voz nasal para hacer reír a su hija, y lo consiguió: había logrado desaparecer la consternación de su cara. Andra soltó una risa breve, no podía creer lo bien que cantaba su papá, aún cuando intentaba hacerlo mal.
— All your life…you were only waiting for this moment to arise
Andra se encogió de hombros, feliz. La voz de su padre se sentía como una caricia en el cabello. Afuera, las ramas de los árboles se mecían con el viento y lluvia, pero ella imaginó que quien las movía era el canto de su padre, y entonces ella cantó fuerte, como si quisiera que su voz también pudiera mover el mundo:
— ¡Blackbird, fly! ¡Blackbird, fly!
El semáforo cambió y la patrulla giró en la siguiente intersección. Andra observó amorosamente a su padre, él le guiñó el ojo, y siguió conduciendo.
— Papá, ese muchacho se parece a Will.
Ben miró hacia el callejón del otro lado de la calle. En efecto, era Will…con sus pantalones raídos y sus tenis sucios, pero al lado del muchacho que le acompañaba, parecía un príncipe encantado. El otro muchacho le estaba recibiendo una bolsa con polvo blanquecino, y Ben pensó en decirle a su hija que era harina robada a los gnomos...pero en lugar de eso, se quitó el cinturón de seguridad y le sonrío rápidamente:
— Verás a papi en acción.
Ben caminó hacia ellos en silencio, mientras el muchacho harapiento contaba monedas. Will fue el primero en escucharlo, y al verlo caminando hacia ellos, echó a correr. Ben le gritó un fuerte “¡Eh!” poniendo en alerta al vagabundo, quien llevó su mano derecha al interior de su gabardina. Con una maniobra rápida, Ben logró empujarlo contra la pared, con una mano detrás de la espalda.
— ¡Papi, no le pegues!
Andra gritó desde el interior de la patrulla, atemorizada, pero su voz era tan trémula que no habría alcanzado a mover una pluma. Golpeó el cristal y su padre miró su rostro asustado dentro de la patrulla. En ese momento el vagabundo giró sobre sus talones, y con la mano libre, encajó una navaja en el abdomen desprotegido del padre.
—¡¡Papi!!
El vagabundo miró a Andra, esta vez su voz había logrado algo. Andra sintió terror porque sus ojos eran feroces, completamente negros, casi caninos…y su figura altísima y encorvada, retorcida, le recordaba al Lobo.
Ben se quedó congelado, como si estuviera en el jardín de los juegos y Kath lo hubiera tocado. El vagabundo extrajo la ensangrentada navaja de su cuerpo, y echó a correr en dirección opuesta. Ben sintió la cálida sangre manando de sus entrañas a cada paso que daba de regreso a la patrulla.
Su padre subió a la patrulla, y se aferró al volante con una mano, la otra presionando su abdomen, intentando contener la sangre que ya empapaba su camisa formando una flor escarlata y grotesca. El dolor era punzante, pero más fuerte era el miedo de dejar sola a Andra.
Su padre giró la llave con una mano temblorosa y el auto rugió como si fuera un corcel malvado. Mientras conducía, tomó el radio con dedos temblorosos, y lo apretó contra su boca.
— Unidad 12… aquí el oficial Ben Davis. Estoy herido… apuñalado en el abdomen. Repito: herido grave. Me dirijo al hospital con mi hija a bordo. Necesito que vengan por ella.
Hubo un silencio breve, seguido por la voz distorsionada de la central.
— Unidad 12, ¿confirmas que estás conduciendo tú mismo?
Ben soltó una risa seca, casi un gemido.
— Sí… no hay tiempo. El hijo de perra huyó. No pude…
La vista de Ben se nublaba, pero sentía la mirada de su hija a su lado. El limpiaparabrisas se movía frenético, pero no lograba despejar del todo la visión: el mundo se desdibujaba entre agua y sangre. Andra lloraba y se aferraba a su peluche. Ben la escuchaba, y eso lo mantenía despierto.
— ¿Qué tan lejos estás del hospital? ¿En dónde te encuentras?
El radio cayó sobre el asiento, y Ben volvió a apretar el volante. La ciudad se desdibujaba frente a sus ojos, sabía que el hospital más cercano estaba a veinte minutos…había sido una estupidez complacer a Audrey comprando la casa en la periferia, cerca de la playa.
—Ben ¿Me escuchas?
No, ya no escuchaba nada fuera de su cabeza. Sentía los latidos de su corazón resonando como si fueran las campanas de la iglesia balanceándose al lado de sus oídos. Recordó los pétalos de rosa cayendo sobre el vestido blanco de Audrey, y sintió la sangre empapando sus propios muslos.
— ¿Papi?
El sollozó de Andra sí lo escuchó. Tenía que llegar. Tenía que hacerlo por ella. Con los ojos cerrándose, pisó el acelerador retomando la avenida principal, giró el volante y…
Andra vio dos luces enormes, cegadoras, perfilando el rostro de su padre. Y antes de que pudiera cerrar los ojos para protegerse, sintió su impacto…tan fuerte, tan terrible, que ella sólo pudo pensar que los habían golpeado dos soles con toda su masa. Y entonces, la luz se extinguió y sólo quedó el negro. Andra pensó otra vez en los ojos del Lobo entre la cortina de agua, y se rindió ante su oscuridad.
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