Jugaba en la calle, como si el sol me devolviera la infancia, como si el mundo aún pudiera ser ligero.
Mi hermana me llamó al orden, me recordó que la calle es río de hierro, y que la inocencia puede ser herida por el tránsito de lo real.
El desierto nos recibió, con su motel de puertas frágiles, y yo agradecí que mi madre no supiera dónde estaba, porque a veces la libertad es también un secreto compartido.
Mientras caminaba sin coordenadas, buscando mi propio mapa, a lo lejos brillaba el mar, tan cerca y tan imposible. Mis pasos eran torpes, mordidos por la arena, y yo sentía que avanzar hacia la plenitud siempre cuesta más de lo que parece...pero el brillo era promesa de plenitud.
Entonces vi la lucha: una iguana contra una serpiente.
La iguana era mi resistencia, mis uñas aferradas a lo conocido.
La serpiente era la sombra, oscura, inevitable, que me recordaba que no basta con defenderse, que hay que rendirse a lo profundo.
La noche cayó. El pasillo se abrió como un laberinto, y yo me escondí en un baño, buscando un rincón donde purificar el miedo. Afuera, la música era alegre y cruel, una voz que cantaba con fiesta y con amenaza. Yo temblaba, porque sabía que lo oscuro también se disfraza de júbilo. Mi miedo fue brújula ante la sombra externa, que también reclama su lugar.
Desperté con el eco de la serpiente en la sangre, con el mar aún brillando en la distancia.
Y entendí que mi sueño me habla:
que sigo siendo niña, que busco ser mujer,
que camino entre la sombra y la luz, y que mi destino es avanzar,
aunque la arena me pese, aunque la serpiente me reclame, hacia ese mar que me espera.
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