La peor parte del abuso, si es que puede destacarse una por encima de todas las demás, es que no sabes cuándo terminará. La gente no suele entender esos terrores nocturnos, esos ataques de pánico que llegan en medio de la nada, las lágrimas que brotan por un estímulo aparentemente inofensivo. Ni siquiera las personas más allegadas, los seres amados, llegan a entenderlo del todo...a veces porque ellos mismos lo vivieron, y lo normalizaron.No estás segura de cuándo terminará, porque aun cuando el terapeuta asegura que ya estás a salvo, que la violencia ya no va alcanzarte, la sigues viviendo...todos los días. El violentador ya se fue, los hematomas se borraron de la piel, pero dejó en tu mente ideas marcadas a fuego: ideas de que no eres suficiente, de que no eres una persona sino un error; ideas de que no le importas a nadie, que no mereces ni siquiera un poco de alivio ante el dolor. El abusador ya no está, y tú ya no eres esa chiquilla manipulable, ya creciste, ya lo superaste...¿no?
No. Quizás te acostumbraste tanto al dolor que ya no sabes cómo separarlo de ti. Quizás buscas nuevos abusadores allá afuera para que "te amen". O quizás eres tú misma la que se auto inflige esos castigos que no sabes bien por qué mereces, pero estás muy segura: los mereces.
¿Cómo sanas? Aún estoy tratando de responder esa pregunta. Hay días en los que creo que ya estoy a unos pasos de salir del laberinto, pero una pesadilla llega; estoy riendo con mi familia, y de repente siento que no es real, que no soy real...que sigo ahí, que nunca me fui de ahí.
La violencia es un espiral ¿Entonces cómo sales de ahí?
Paras. Y te miras. Y te abrazas, aun cuando sientas que no te mereces ni un poco de compasión porque tú fuiste la idiota que cayó en esa situación para empezar. Te abrazas, aunque tus brazos no se sientan como tuyos, aunque no se sientan como los de una persona ni algo vivo. Te quitas la tierra de las rodillas, y te perdonas por haberte caído. Abres el grifo y dejas que corran las lágrimas. Te permites recordar, aunque duela. Pero tampoco te obligas a repasar una y otra vez lo sucedido. Sólo lo aceptas, aceptas el recuerdo cuando llega, aceptas que sí...sí pasó.
Y en algún punto el abrazo se siente real, se siente como estar en casa. Y te das cuenta de que siempre has podido ser tu propio lugar seguro.
Y te has observado tanto, has repasado tanto la caída, que comprendes porqué te tropezaste y cómo no volver a hacerlo.
Y las lágrimas ya no queman como lava al salir, más bien parece agua suave que expulsa a las sombras y que limpia tu cuerpo de toda esa suciedad, esa vergüenza.
Y el recuerdo, poco a poco, se siente menos presente. Más real, pero menos presente. Por fin sientes realmente que ya no eres ella, esa del pasado que no debió pasar.
Hoy eres otra, una persona que se puso oro entre las fracturas, que se unió con amor y con compasión. Hoy sabes que sí lograste salir de ese laberinto al que jamás volverás a entrar, porque esta vez te tienes de guía: eres tu propio Virgilio.
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