A menudo siento que debo vivir con urgencia, que el tiempo me oprime, se me acaba; que debo tener todos mis asuntos en orden, decirle a las personas amadas que me perdonen, que las amo, y perdonar a quienes no he podido perdonar todavía, aunque diga lo contrario.
Quizás ese presentimiento de muerte es un rezago de mis antiguas costumbres, de la vida riesgosa e imprudente que llevaba, de mis tendencias suicidas. A ciencia cierta, no sé de dónde viene, pero me hace sentir tanto apresurada como aliviada: con la muerte acariciando los vellos de la nuca, ya no hay que preocuparse del crédito inmobiliario, de casarse antes de los 30, de titularse con honores. La muerte nos regala el sólo preocuparnos por lo realmente importante, por lo menos mundano: haber sido una buena persona y haber amado mucho, haber obrado hasta el final de la mejor manera posible.
Se habla mucho del miedo a la muerte, pero yo creo que no es tan difícil deshacerse de él, o por lo menos, de domarlo (hablando del miedo a la muerte propia y no de los seres amados, claro está). Para perderle miedo a morir basta con dos cosas: renunciar a la propia existencia (a todos los innumerables placeres que uno experimenta al estar vivo, y a la idea de ser recordado y amado) y perderle miedo al dolor físico. Una vez que has aceptado tu infinita irrelevancia en el mundo, hagas lo que hagas para que sea lo contrario, y una vez que has experimentado dolores que pusieron a prueba a tus umbrales, sabes que podrás recibir a la muerte como una desagradable pero ya anticipada visita.
De lo que casi nadie te habla es del miedo a la vida (su caos, sus azares, la buena y la mala suerte, el desamor, la enfermedad, las injusticias y las tragedias) y de las pocas herramientas que tenemos para enfrentar las adversidades, para vivir correctamente. Poco se habla del miedo que causa amar mal y lastimar, de tomar decisiones equivocadas que nos arrastren a nosotros y a los seres amados al infortunio, de estar tan lleno de preocupaciones irreales que nos impidan realmente ocuparnos de lo que nos compete. Casi nadie te dice cómo puedes aliviar el dolor de los seres, y mucho menos de cómo sobrellevar el hecho de no poder aliviarlo.
Por eso pienso tanto en la muerte, y pensaba tanto en el suicidio cuando era más joven: por cobardía. Solía molestarme mucho con los adultos mayores que me decían la trillada frase de "El suicidio es para los cobardes" porque creía que venía desde una ignorancia enorme, desde un prejuicio hacia un sufrimiento incurable que no podían ver ni entender; les decía que volarse los sesos, saltar de un veinteavo piso, encarar al tren o desgarrarse las venas requería mucho valor. Hoy creo que, al menos en mi caso, intenté morir porque estaba aterrada de sufrir más y encima por mis propias malas decisiones, estaba aterrada de ser blanco y a la vez causante de más sufrimiento en el mundo a causa de mi mal vivir; y que para intentar quitarme la vida lo que tuve no fue valor, si no una impulsividad imparable derivada de mi estado completamente alterado.
Es difícil morir, es imposible hacerlo con dignidad y totalmente sin dolor. Quizás deberíamos empezar a aceptar que vivir es muy similar...el dolor en sus diversas formas estará con nosotros cada día de nuestras vidas, y actuar dignamente es un reto gigantesco, casi imposible de lograr, casi utópico, pero que aún así debemos intentarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario