Inhalo, exhalo. Percibo mis latidos, como el agradable golpeteo de la lluvia en las tejas. El aire afuera de mi nariz, como el viento soplando y acariciando los pilares en el pórtico.
Estoy a salvo, estoy en casa. Mi hogar está en todas partes, está en mí, a donde quiera que vaya.
Eso me lo enseñaste tú.
Me enseñaste a dejar salir las lágrimas, nunca las hiciste menos ni trataste de cerrar el grifo, aún cuando no pudieras comprender del todo su causa; pero también me enseñaste a levantarme y a luchar con y por amor. Dices que te enseñé que "Si las lágrimas caen es porque se van a convertir en estrellas fugaces", pero fuiste tú a mí quien lo hizo.
Me enseñaste a apreciar el silencio, la calma. Me enseñaste que el amor debe sentirse como un abrazo fuerte y tranquilizador, como una mirada que lo dice todo sin necesidad de palabras.
Cuando todo es un caos, cuando la gente a mi alrededor levanta la voz y vuelve a las palabras espadas, recuerdo tu silencio y tu paciencia cuando yo perdía el control.
Cuando la vida entera se convierte en un problema algebraico, recuerdo que todo es un ensayo-error: que es válido equivocarse y volver a empezar hasta hallar las incógnitas.
Siempre sabes cómo calmarme, aún sin estar ya presente.
Estás conmigo, en cada latido de mi corazón porque tú me regalaste más tiempo evitando que la sangre abandonara mi cuerpo.
Estás conmigo, en el aire fresco que hace que mis pulmones estiren sus ramas para abrazarlo.
Estás conmigo, en mi mente. Tú lograste convertirla en un lugar menos árido y peligroso.
Estás conmigo, todos los días. Por eso renunciaría para siempre a tocarte. Dejaste huellas tan profundas en mi vida que ni los océanos podrían borrarlas. Dejaste huellas que trato de seguir todos los días, porque tengo esperanza en que seguir tu rastro me volverá, aunque sea un poquito, en un ángel sin alas como tú.

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