Nunca pensé que un hospital pudiera albergar momentos felices: es un lugar demasiado descolorido y frío, donde suele reinar la callada angustia, el olor a formol, y una empatía que no muchas veces sabe expresarse en palabras; tal vez se haga presente en un apretón de manos, una palmadita en el hombro, en la extensión anticipada de un pañuelo...pero no hay palabras, aquí suele reinar el silencio.
Sería injusto culpar a la Muerte por lo sombríos que son los hospitales, porque a ella le viene y le va todo lo que pasa aquí: sabe que, algunos días, los médicos sólo le aligeran la ya de por sí pesada carga de trabajo; y que quienes le rehuyen, la encontrarán tarde o temprano, quizás incluso más temprano que tarde, y a la vuelta de la esquina.
Pero hoy no quiero hablar de ella, ni de los médicos con sus impecables batas, ni de los pacientes con su ceño fruncido, no. Hoy quiero hablar de que aquí pasó algo noticioso, maravilloso, estruendoso: dos enamorados cantaron en el estacionamiento, se atiborraron de pizza grasosa, se besaron con dulzura, ausentes de lo que pasaba en el edificio contiguo.
Fuera del vehículo se quedaron los medicamentos con nombres de animal prehistórico, los lamentos, los fantasmas de la propia memoria. ¿Por qué este arrebato de egoísmo? Es que a veces la cura infalible para muchos de los males, es la ignorancia y la ilusión, aunque nadie quiera recetarla.
Con cada mordisco se saciaba el estómago, pero incrementaba el hambre de vida; con cada canción se expulsaban las tristezas arraigadas en el alma; con cada beso, se dibujaba una sonrisa más amplia. Durante 30 minutos, el mundo fue un lugar seguro:
Los enamorados olvidaron sus pérdidas, sus pesares, y sus miedos.
En Medio Oriente se hizo un alto al fuego.
Los migrantes de todo el globo regresaron a sus hogares restaurados.
Las jaulas de los mataderos se abrieron y los animales corrieron hacia la libertad.
Toda la basura del mundo desapareció con un "Poof" y todos los ríos volvieron a llenarse con un borboteo.
Los ateos, los agnósticos y los creyentes se pusieron de acuerdo por fin, y gritaron al unísono: "El amor es Dios".
Los ricos se volvieron filántropos.
Los corazones de los reos se llenaron de arrepentimiento.
Los enfermos recobraron la salud y se incorporaron para bailar sobre las camillas al son del rock n roll.
Por un momento, la utopía fue tangible: Dios se había conmovido con la ternura de los enamorados.

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