Monet o cualquier otro impresionista se fascinaría al observar tales paisajes; Debussy o cualquier otro pianista compondría una de las más bellas melodías transformando la imagen en coloridos sonidos.
Los girasoles estiran sus largos cuellos para observar el cielo nítido con cansada alegría. Su avidez alimenta la soberbia del áureo astro, por eso los baña con su luz.
No muy lejos, muchos sonrosados tulipanes bordean el sendero mientras el viento se lleva su canto silencioso. Las mariposas aplauden conmovidas con su aleteo.
El encargado de la percusión es el riachuelo, pues en su acelerada quietud produce un rumor aterciopelado. La brisa desprendida de él, es un sutil arrullo que suena a su propio ritmo…suave como una caricia materna en la mejilla. Sin embargo, guía al viajero onírico hacia una cascada circular, una boca en el centro de la tierra que engulle cualquier cosa que entre en ella.
En medio del vacío, se erige una montaña, y en la cima de ella, alguien ha edificado una casa rústica. Los rosales del jardín han crecido al punto acariciar la chimenea. Pese a su rugosidad, las paredes de piedra provocan el impulso de tocarlas, ya que deben estar gélidas y húmedas. En contraste, el tejado desprende una vista abrasadora.
Las ventanas son pequeñas y no permiten que la blancura del día entre en su totalidad; así que la puerta doble, entreabierta por el viento, sólo permite divisar suelo de madera. En el centro de todo el movimiento, de toda la gravedad y el agua tirando hacia abajo, se observa un instante de quietud: ese hogar irradia la misma serenidad y misticismo que la muerte. Permanecer en este sueño eternamente sería un descanso para la mente y el alma.

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