Después de tantos años, el reloj de péndulo sigue colgado en la misma pared. Nadie se ha atrevido a moverlo de lugar, pues sabemos que las imprecisiones provocadas por el balanceo descontrolado, lo harían enojar.
Antes de adquirirlo en la Ciudad de México, mi abuela amaba bailar y salir de paseo. Ahora que vive con él no puede, porque es un esclavista: en la casa, pone a todo el mundo a trabajar; con sus brazos esqueléticos señala hacia dónde hay que correr, mientras él solo permanece sentado observando detrás del cristal. Desde su rincón en las sombras, de espaldas al sol, te observa tan detenidamente que terminas mirándole también, aunque no quieras.
No es bello: es demasiado alargado, desproporcionado...del grosor de una hoja de papel. Pese a su verdadera nacionalidad, su estilo es vienés: tiene surcos y relieves que yo definitivamente quitara de su diseño, pues acumulan polvo y no cumplen su propósito de ser ornamentos. Este reloj está cargado de presunción, no debería tener cabida en un hogar iluminado, hospitalario y acogedor.
Su rostro es tan severo como el de un general, pero no sabría qué hacer si tuviera que liderar. Pareciera que no tiene corazón, pese a que puedes escuchar sus acelerados latidos si prestas atención.
No me gusta: mi abuela debió de conseguirse uno que se enredara en torno a su mano, para que ella pudiera seguir escalando montañas y metiendo los pies al mar. Cuando se lo dije, ella me contestó que está satisfecha con su reloj soso y antiguo:
“El tiempo no perdona, ya no puedo ser una trotamundos. Ahora que estoy inmovilizada, pienso mucho en las carreteras que recorrí, en mis viajes de juventud. Pero… ¿Sabes qué es lo que también extraño? Extraño sentarme en la sala, a ver historias aburridas (porque no son nada comparadas con las mías) y tomar café, con mi compañero silencioso.”
En ese momento sólo estuve de acuerdo con una palabra: silencioso. Ese viejo es silencioso, excepto cuando menos lo esperas. El alma aventurera de mi abuela se cansó de la prisión en la que se convirtió su cuerpo, así que está abandonando la cama. Sólo un sonido lastimoso interrumpe el llanto de la familia entera: es la campanada de las doce, un alarido por su final.

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