Siempre busqué desesperadamente la luz…estaba ávida por sentir su calor.
Me enamoré del sol. En primavera, él me acarició con ternura e hizo florecer un jardín entero sólo para mí…pero, después entré en un invierno interminable, lejos de su alcance.
Deambulé en el frío desolador, lejos de mi menospreciado y dulce astro. Deambulé, hasta que vi un luminoso faro y me obsesioné en alcanzarlo. Crucé el océano bravío, que intentó ahogarme entre sus manos cientos de veces, y llegué cuando ya estaba a punto de desfallecer. Mi gran desilusión: era sólo una luz artificial.
Aún no es demasiado tarde, me dije, y emprendí el vuelo hacia mi sol nuevamente, quien con su amor secó mis alas empapadas. Me sentí a salvo, creí que el invierno jamás volvería a perturbarnos.
Pero las estaciones avanzaron, llegó el otoño y todas nuestras flores perdieron sus pétalos. Mi sol se había marchado, el cielo estaba gris…así que me fui, quería calor y colores vibrantes.
Apenas me alejé del jardín, escuché una misteriosa e hipnotizante melodía. Cuando me acerqué, descubrí que era fuego crepitante. El fuego danzó y con sus llamas mostró sublimes flores…no pude resistirme, intenté cerrar mis dedos en torno a ellas. El humo me asfixiaba, nublaba mi vista…al final, fueron sus llamas las que calcinaron mis alas.
No morí del todo. Una tormenta se desató: la lluvia apagó el fuego, y el viento se llevó las cenizas que quedaban de mí entre los rescoldos. Cuando el cielo quedó limpio, descubrí que me equivoqué: el sol nunca se fue, sólo había quedado oculto entre las nubes.
Ahora estoy en todas partes, vuelo por doquier sin que mis alas se cansen. Sé que pronto renaceré, esta vez no en una polilla…sino en una mariposa diurna ávida por conocer el mundo, con la luz acompañándome, sin cegarme nunca más…porque la amaré sin necesitarla.
Seguiré al sol en su trayectoria, aceptando que no existe sólo para iluminarme.

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