Paseando por mis lugares favoritos de la ciudad, termino deambulando entre las lápidas del cementerio. La desigualdad es notoria incluso aquí: unas son coloridas, de piedras caras cuyos nombres desconozco; otras, sólo tienen crucecillas de fierro oxidado y flores silvestres creciendo en la tierra irregular. Eso sí, todas llevan epitafio: algunos tan particulares, que parecen contar la historia del finado; otras simplonas, repetitivas, impersonales.
Pero no puedo juzgar tan duro ¿verdad? Los que seguimos transitando por esta vida no contamos con los mismos medios para despedir a quienes se nos adelantaron. Y todos manejamos de distinta manera el sufrimiento (o él a nosotros): nos queda dentro un vacío donde ni siquiera los ecos del mundo exterior alcanzan a reverberar; o por lo contrario, el dolor es un río rugiente que no cabe en sí mismo. Sí, sobre todas las piedras hay grabadas palabras que buscan plasmar el amor que no muere pese a la distancia física...excepto una: hay una tumba que no posee nombre, fechas, nada...sólo un "A la perpetuidad". Sin saber bien lo que hago, pongo mi mano sobre la hierba y le digo a los huesitos de ahí abajo "no sé quién eres, no conozco tus errores ni tus aciertos, pero que espero que donde estés encuentres la paz".
En la misma avenida está mi iglesia favorita, Santo Domingo. Vengo aquí aunque me sienta observada por las pinturas y los santos de cera para refugiarme de la efusividad solar y porque el silencio es casi absoluto, puedes llorar sin ser juzgado ni atiborrado con preguntas o consuelos que fingen ser desinteresados.
Hace mucho tiempo que dejé de creer en Dios, pero ¿Y si él aún cree en mí? No vengo a rezarle, a pedirle ningún milagro, ya cargo dentro de mí demasiadas deudas impagables. Más bien he venido a escuchar lo que él quiere decirme. Su mensaje no llega en las palabras de un clerigo, sino en el recuerdo de la lápida sin nombre: mía, y de todos aquellos a los que les espera un olvido prematuro...suicidas, asesinos, cartas que nunca llegaron e hijos que nunca se concibieron.
Su mensaje es claro: miráte en los olvidados presos, viciosos, vagabundos; en los temerosos que no viven, en los poetas sin versos. Miráte y amáte en cada uno de ellos, ahora, mientras eres aún un transeúnte más.

